viernes, 21 de marzo de 2008

Textos sueltos

Escaleno

Tres puntos en el espacio de la ciudad

b larga (almagro)

La derecha es oscura, la izquierda filosa. El espacio se abre en precipicio, mirar forzosamente es pensar en caer.
Hay perfume de mujer pero más intimida lo espejado.
El espacio que demandarían las guirnaldas para la fiesta esta ocupado por dibujos de figuras humanas. En esos dibujos muchos bordes, otra vez, y líneas finas y ojos grandes. Todos los ángulos son proposición pero buscan lo breve, entonces proponen lo breve. Así, será poco lo que se diga en estos párrafos sobre un lugar que buscaba morir, ya recién nacido.
Por último les apuesto el aliento y la glucosa también, a ver si en años cuando abran la puerta, no fue aquél perfume lo único que perduró.
Sagrado recinto de la palabra, también.


la familia (san nicolás)

Hay esa tradición subterránea del vivir moderno que asocia al artista con la noche, la palabra y el vino; la buena comida y la compulsión al encuentro, que es salirnos de nosotros mismos.
Pero este espacio del que hablo fue siempre otra cosa, que más tiene que ver con el amor y la constancia, el ejercicio del mimo cotidiano a un otro que es uno mismo proyectado. Los gatos atestiguaron y maduraron al calor de esa energía. Ellos, más bellos que inquietos, son la segunda familia bajo ese techo.
Y la tercer pata de esta mesa es el sesudo ronroneo de una mente preocupada, que culmina su esfuerzo en un lápiz. Tantas cosas se gestan a su alrededor pero la que se concreta depende solo de un pulsar, uno que pulsa solo los colores y las formas que se desarrollan con independencia aunque imbuidos, del olor a porro y los pelos de gato. Es decir: el arte como sempiternamente fue concebido, el tipito un poco salido del encuadre, con poco monologo y que más bien se dedica a apreciar el penar constante en el camino de los otros.
Todos engordamos ahí adentro.

el refugio (ortúzar)

Aquí la palabra esta envasada, refugiada en la idea libro.
Las pretensiones hablan de lo puro y lo venidero, el blanco es la propuesta implícita... que pide agregar.
Es el más joven de todos los espacios con lo cual se defiende desde lo que promete, o se justifica.
La única medalla que prende de la pechera es quizás, ser refugio no sólo del que limpia el baño, pero de eso no se come.
También es sueños, no siempre nocturnos. Es la ilusión de sentirse en algo más grande que la propia carroña, o cómo la desdicha muta en imaginación.
Mucho humo, a veces.

miércoles, 12 de marzo de 2008

después de su mirada

A modo de prologo les propongo imaginar el perfil de una joven hermosa que se alcanza a ver solo en parte, ya que el hombro de nuestro amigo oscila ante él, descubriéndolo, escondiéndolo. Si lograran esa imagen alcanzarían también el placer de sus ojos negros, el de su boca grande y su nariz aguileña, y el extrañamiento de su pelo cobrizo que cae de forma ladeada, acentuando sus rasgos. Si esto ocurriese, si alcanzaran ustedes aquella visión entonces podrían pretender la excitación de ser un hombre que recibe una mirada directa de esta chica, en el amontonamiento del subte, una tarde cualquiera. Habría desenfado en su actitud, disimulo en la nuestra. Considerando estos elementos comprenderían el estado de mis emociones cuando todo ocurrió; expectativa, asombro aunque también incredulidad. Por último les advierto, sobre las causas de la aventura que se inició con esa mirada, aún nada se.
Ahora los hechos; apretado en un subte atiendo el parloteo de mi amigo, a centímetros de su hombro esta la chica que mira con franqueza insólita y es precisamente su cara lo que estoy viendo, cuando una fuerza superior a la inercia de todos nosotros nos empuja hacia delante primero, hacia abajo después. El chirrido bestial del subte que frena, o choca, se superpone a todos los sonidos y nos aturde. Luego otros ruidos retumban en el túnel, pareciera alguna cosa grande y metálica que se retuerce. Al instante recibo la impresión fría de un líquido sobre mis hombros, fue otro aviso. Al girar la cabeza hacia arriba un chorro helado de agua marrón me ciega por un instante, empujando hacia atrás lo eludo. Embrutecido me levanto y descubro a mi amigo sujeto a mi pierna, él es lo que empujé. Parece golpeado, escupiendo el agua marrón se incorpora y pregunta “¿Qué pasó?”. Sentí el ridículo impulso de responder, como si formularlo en palabras pudiera darle un sentido, dije: “el subte frenó o chocó, agua podrida cae del techo”.
Luego de mi elocuencia ambos nos sujetamos al silencio, aunque pronto las exclamaciones del resto nos desbordaron. El agua no paraba de fluir y los pasajeros se alborotaban por alejarse de las cascadas, que ya eran tres, mientras el subte se mantenía quieto. Intentaron forzar las puertas, luego romper las ventanillas pero todo fue inútil. Busqué a la chica de pelo cobrizo, había desaparecido. Me sentí confundido; no sabía que pensar sobre lo que pasaba y supongo que me hubiera estacionado en esa deriva mental, si no fuera porque tres sujetos disfrazados de hombres araña ya estaban llegando por el túnel, una seguidilla de detonaciones los acompañaban. La voz de Ale, mi amigo, avisó: “¡Ey están disparando!” Luego que el segundo arácnido nos pasara de lado llegó un tercero y se detuvo cerca, giró sobre sus pasos extendiendo un brazo y escupió dos fogonazos amarillos. Me agaché a la vez que el resto de la gente, un olor nauseabundo crecía entre nosotros.
En cuclillas y con el agua hasta los tobillos, reflexioné: sobre nuestra zona de transito, ahora en estado estacionario, convergían dos violencias diferentes; arácnidos tiroteadores en las fronteras, agua podrida desde el cielo, que en verdad era el suelo. Concluida la reflexión comprendí que desarrollarla no me había conducido a nada. Me sentí ansioso, en un rapto de idiotez envidie a los mirones del vagón anterior, a ellos nada les pasaba más que mirar lo que nos pasaba a nosotros. Me pareció una injusticia, un vagón de diferencia y la vida se había transformado en un caos de violencias sucesivas, gratuitas y absurdas.
Durante mi reflexión el pánico le siguió los pasos al mal olor, y se expandió en el ambiente. Los pasajeros gritaban, se sujetaban los unos a los otros y volvían a gritar. La masa que formábamos desarrollaba un movimiento constante de alejamiento de las cascadas, a la vez que combinaba otros dos; el ascendente los que querían incorporarse del piso, donde el agua se acumulaba y el descendente los que querían cubrirse de los disparos.
Mientras, a centímetros de las ventanillas el tercer arácnido se recostaba contra la pared, se sacaba la capucha con dificultad, recogía la pistola del piso y seguía disparando. Del brazo que apoyaba le chorreaba sangre; se lo veía cansado, me dio lástima y me quede mirándolo. Tenía una expresión tensa y algunos mechones de pelo pegados a la frente, abría mucho la boca y la nuez de la garganta le subía y bajaba con velocidad. Al rato de mirarlo descubrí algo raro en él; por la transpiración en la piel o por lo que fuera, le brillaban intensamente los agujeros de la nariz. Esto me hizo recordar un espectáculo de circo con aros de fuego, que pedía con insistencia cuando era chico. Cuando ocurría que me lo concedían me apresuraba a tener la mejor ubicación cerca de la arena central, ignoraba impaciente el resto de los números y me abocaba por completo al sujeto con los aros. Sentía un interés un poco inexplicable por ese hombre, ya que en verdad me disgustaba su espectáculo, como a todos. El hombre de los aros de fuego nunca falló, no al menos frente a mí. Los círculos encendidos iban y venían desde sus manos hacia el cielo, durante los tres o cuatro minutos que duraba su acto más bien insignificante. Mientras, desde la primera fila y avergonzado de mi mismo, yo deseaba que se prendiera fuego.
Cerca de donde este recuerdo me conmovía el hombre araña sin capucha se seguía desangrando. Me pareció advertir alguna exclamación de conmiseración en los pasajeros, pero él seguía disparando sin dar tregua. Nadie contestaba el fuego, evidentemente los perseguían y él cubría la retirada. Pasaron unos minutos y un silencio denso se desplegó sobre todo. Ahora esperaba, nosotros nos inundábamos a su lado y él ni siquiera nos miraba. Me estaba preguntando que sería lo que me fascinaba de él cuando la sustancia de la memoria se detonó nuevamente, y otro recuerdo salió disparado. Grité: “¡Ale, es Hernán Quiroga!” Mi grito alertó a todos, al mismo tiempo Ale y el hombre araña se miraron de frente, entonces nos reconocimos.
La cuestión no era menor, ese arácnido acorralado había sido el bobo profesional de nuestra división secundaria. Veinte años atrás no había encontrado otro remedio a nuestro sadismo bien cultivado, que entregarse mansamente. Luego, cuando ya era una mala costumbre para todos, también padeció a nuestros secuaces.
La eternidad se adueñó del momento, el miedo me apretó el estomago. Quiroga bajó la vista y miró su arma, luego nos miró a nosotros y otra vez su arma. Comprendimos lo que iba a pasar cuando una sonrisa siniestra se le dibujó en la cara. Levantó su brazo herido y nos apuntó, la segunda hilera de dientes evidenció la carcajada que sucedería a la sonrisa. Otra vez al piso y otra vez el ruido de las disparos mezclándose con los gritos de la gente. Mientras escapábamos a gatas una rodilla me golpeó los dientes, sentí el gusto agrio de la sangre. Entonces se escucharon ruidos relacionados con una pelea, ocurría que dos viejitas intrépidas, en una confusión de brazos y paraguas detenían a nuestro verdugo del otro lado de la frontera. Ellas, de pie sobre la felpa roja de los asientos, respondían a paraguazos los embates del arácnido vengativo. Creo que sus impulsos racistas las habían convencido de tomar partido por nosotros, una de ellas no paraba de gritar: “A ver boliviano roñoso que telaraña te salva de esta”, mientras blandía inmisericorde un paraguas celeste y blanco.
Durante la pelea un espacio considerable se abrió entre los pasajeros. Asustados se amontonaron lo mas lejos posible de Quiroga, quien venia a ser algo así como una cuarta cascada de agua podrida. Solo las ancianas lo enfrentaban.
En tanto el combate progresaba nosotros seguimos a cuatro patas hasta el lado opuesto del vagón, cuando llegamos se escuchó el estruendo de otros disparos, y el escándalo inmediato de la gente. Giré la cabeza a tiempo para ver como el cuerpo de la segunda anciana volaba hacia atrás, ya sin vida. La primera, la del paraguas con colores patrios, yacía desde antes desparramada en el piso con la cara sumergida en el agua. En su último esfuerzo había guiado su mano hasta una escarapela que llevaba cocida sobre la ropa, Quiroga se agachó para arrancársela.
Mirándolo pensé que no podía ser el mismo, que era increíble, la ingenuidad con la que recibía nuestra malicia en la escuela ya no estaba en él; ahora sin remordimientos suprimía a balazos a viejitas heroicas, en un subte inundado de agua podrida. Cuando terminó de descolgarse sobre el asiento observó a la multitud con un gesto de arrogancia: nos buscaba. La piel del rostro le brillaba estrepitosamente, el sudor, la sangre o quien sabe que cosa realzaban ese brillo. A la vez su figura se agachaba cada vez mas, debía estar débil. El manchón de sangre en el brazo le crecía hacia abajo, se acercó hasta una de las aberturas de agua podrida y metió la herida bajo la cascada. A esto correspondió una nueva exclamación de la multitud, el bárbaro que los sometía seguía demostrando sus posibilidades. Entonces la remota vos del paraguayo rencoroso, que repartía tortas fritas en los recreos para conseguir que lo ignoraran, emergió cristalina de entre los dientes postizos y a pesar del estruendo del agua, se escuchó claramente. Como era de esperarse, lo primero en su discurso fue una amenaza: entregándole al pelado y al marica que lo acompañaba salvarían la vida. Mientras los amenazaba hacía oscilar la pistola de lado a lado. Todos estábamos espantados. Llegó otro silencio y entonces el hombre araña se decidió a hablar. Lo hizo de manera fluida, sin redundancias y eligiendo bien los términos. En su tono se reflejaban los esfuerzos recientes, pero también algo más; una angustia de años había macerado en él y se brindaba ahora, dosificada en el relato, envolviéndonos. Con minuciosidad narró la lista entera de las atrocidades que le infligimos durante el colegio. Otros detalles colaboraron al efecto de piedad que pretendía; los esfuerzos del padre para enviarlo a estudiar, nuestro sadismo hacia otros parias, su gran ingenuidad. Estaba dispuesto a pagar el precio que la justicia decidiera por lo que él mismo consideró las cuestiones cotidianas de su vida ¿Pero acaso no merecía el consuelo de la venganza, por las desgracias que le deparamos, cinco largos y penosos años? Un pelado musculoso de la primera fila grito que si, que por supuesto que si. Un murmullo aprobatorio lo secundo. Hernán Quiroga enternecido agradeció a su pueblo, por allanar el camino del bien. Los más cercanos ya sacudían la cabeza de lado a lado, colaborando en nuestra búsqueda. Desesperado giré hacia Ale y como si fuera otro y no él, lo vi hacer el mismo cabeceo colaborador. Intenté imitarlo, pero una repugnancia que adjudiqué al olor me lo impidió.
Ahora que el dictador había revelado su buen corazón, la mayoría se despreocupaba de él para volver al asunto del agua que continuaba subiendo. Pero el pelado musculoso se había enrolado decididamente en el bando arácnido, tomándose muy en serio las cosas chapoteó hasta nosotros y mientras me sujetaba, alertó al hombre araña nuestra ubicación. Otra vez todo se aceleró; desde el asiento en el que estaba encaramado saltó Quiroga por encima de las primeras hileras de su pueblo, atravesando una de las cascadas de agua podrida y viniendo a caer, erguido, ornamental e impecable frente a nosotros. Giró rápidamente sujetando a Ale del cuello, y con ese mismo brazo me apuntó por segunda vez. Mientras me apoyaba la pistola en la frente me miró sonriente; “Uh peladito, para vos si que pasó el tiempo eh.” Confieso que me dolió su ironía, pero eso no era lo peor, sus destrezas estaban muy por encima de mis cobardías, no había como enfrentarlo, era el fin.
Nos empujó hasta la zona del combate con las viejitas, que a esta altura flotarían en alguna otra parte, y nos obligó a sentarnos en los asientos sumergidos. Ahora el agua nos llegaba al cuello. Hizo aparecer otra carcajada estridente y nos apuntó, pero cuando gatilló resultó que el arma ya no disparaba, el agua podrida habría estropeado el mecanismo. Los clics acuosos se sucedieron sin que ninguna detonación, más que la de nuestros nervios, se produjera.
Lento para comprender las cosas, el Quiroga arácnido reconstruyó en su cara el gesto bobo de la adolescencia y mientras él no entendía Ale recogió el paraguas celeste y blanco que flotaba cerca, y lo derribó de un golpe. Continuó golpeándolo con los dientes apretados, mientras le preguntaba: “¿Así que yo marica, peruano miserable?”. Vi la oportunidad y me lance sobre él, sujeté su cabeza y la sumergí en el creciente río marrón. Una excitación desconocida se apoderó de mí. No recuerdo los pensamientos de ese instante, pero hasta que unas burbujas que emergían de su cabeza no dejaron de aparecer, no lo solté. En ese momento recordé al hombre de los aros de fuego.
Luego siguió una escena más bien lamentable, en la que el pelado musculoso se aferró llorando al cuello de Ale. Parecía no haber consuelo para este colaboracionista, antes que furia era angustia lo suyo ¿Le resultaría intolerable que su héroe humilde muriera a manos de unos lánguidos humilladores? Por suerte los hombres buzo de la policía subterránea, que ya iban cayendo desde las cascadas de agua podrida, lo redujeron en un momento. Rápidamente y sin importarles quien era culpable y quien no, dispusieron las cosas para que todos evacuemos el vagón. Una anciana que hablaba en susurros intentó contarles las heroicidades de las viejitas nacionalistas, y la brutalidad con la que ese canalla andino las había ejecutado. Como el único cuerpo a la vista era precisamente el de Hernán Quiroga, no consideraron su relato.
Nos apresuramos a bajar, creían que el techo se caería en cualquier momento pero extrañamente en cuanto lo hicimos, el agua podrida dejó de fluir.
Extenuados, húmedos y mal olientes nos encaminamos en fila de dos, buscando otro agujero, pero esta vez de luz.
Llevábamos un buen trecho andando sin que la salida apareciera, cuando el estruendo de otro subte que venía por las vías de enfrente nos sobresaltó. Se trataba de un solo vagón, pintado de colores fosforescentes y muy iluminado. En su interior solo viajaban las dos viejitas nacionalistas, junto a la chica de pelo cobrizo. Las tres se abrazaban y nos saludaban riéndose. Ale tuvo el impulso de levantar el bastón cuando pasaban, no se si para saludarlas o para revoleárselos. Como fuera, nunca se detuvieron.

martes, 11 de marzo de 2008

el pequeño dios y uno mismo

¡Que si hombre! Que cuanto vale tu dolor
cuando expresa tu potencia,
que si hay mañana a pesar de la dolencia
solo no caigas en el rencor.

Despierta a tiempo antes que te llamen enajenado
ateo obseso o tipo sufrido,
tu verdad es lo vivido
y cuanto eso te ha colmado.

Piensa y siente lo que puedas
muere mendigando y revive,
siempre confía en lo que sientas.

¿Quién claudica sino él que se resigna?
¿No será el Dios suerte,
la verdadera muerte?
Solo la propia voluntad te valida.

Siempre habrá otras mieles viniendo
que aprovecharán tus eternos latidos
para colmar tus cosas de sentido.
No pienses en Dios, solo sigue viviendo.


Fabián Rodrigo


QUE DIOS REPARTA SUERTES.

¡Que no! mujer, que no valen la pena
Angustias, pesadumbre, y triste llanto;
No estés tan consumida en tu quebranto
Teniendo por delante vida plena.

Que está henchida de mieles tu colmena
Y sobra quien libar quiera tu encanto;
Ninguno se merece que ames tanto
Que sufras la obsesión que te enajena

No pienses con tristeza y desconsuelo
Que tienes que morir o mendigar,
Rogando a un corazón de duro hielo.

Peor es claudicar que diez mil muertes;
Y pues quieres vivir, sufrir y amar,
Espera pues que Dios reparta suertes.

Habrá más hombres fuertes,
Que aviven de tu pecho los latidos,
Y logren reanimarte los sentidos.

Rafael Marañón

Odia a su madre

Ahí, entre las agujas de la costura y tus lentes de ancho vidrio, un cigarrito de marihuana siempre al alcance de la mano. La planta de la maceta verde saturada de amarillo por el tornasolado, sobre la blanca mesa. Los signos de la debacle en la carne redondeada de dolor, vejez y ceguera. ¡La alegría de tenerte de nuevo conmigo! Ni sonreír podes ya, o será que el peso de los pómulos te empuja la mueca hacia abajo. Grotesco el payaso pelado que haces. Así las cosas, inverosímiles, como arrasadas. Placida la pachorra perversamente aumentada con el revés del efecto vouyer. Disfrutar la absoluta exclusividad de la experiencia. Como fornicar frente a un viejo con coma cerebral. Solo y sucio estoy. Me habito mas y mejor así pero no me aguanto. Me agoto de tanto pensar en la ralla negra de las uñas, o en la putrefacción de las muelas. Meses sin asomar la nariz a la calle. No soporto que mi vida sea tu vida. Siempre fui tu mejor pretexto ¡Conchuda y cómoda que sos! La frente se te aprieta debajo de las cuerdas de la guitarrita que tocan la canción de siempre. Tus fofas redondeces te incitan a los razonamientos circulares. La memoria corta te permite la misma angustia diversificada, durante horas y horas. A tan poco de que abandones esta tierra, no hay utilidad posible en la indagatoria de tu amargura. Morite de una vez, y sino por lo menos cerra el pico. Que hasta el ocaso se resiente por la carroña que destila el agujero negro de tu voz. Pronto será de noche. Habré echado raíz en este sillón apestoso. Mis manos mutaran en enredaderas de carne para trepar entre tus paredes, como ya no lo hacen tus plantas. Enflaqueceré de hombros y brazos por la eterna pasividad de mis tardes frente a tu cotorreo, y me nacerán costras en las piernas ya solo útiles para arrastrarme entre tus ruinas. Solo el abdomen rebalsara de sopas envenenadas, y de budín. Nunca entendí tu amor.

tristería

(1)

Las impostaciones en el amor, en tanto impostaciones por sobreactuación, encuentran límite en su propio origen. Este origen, el peor dolor posible o la primera vez de algo que va a doler por un tiempo, es la génesis mítica, el epicentro cuyas ondas se expandirán hacia el sentir, o hacia el decir, vaciándolo de su sentido esencial. Es decir, aquel relieve agudísimo que en comparación con las recreaciones futuras resultó denso, espeso y asfixiante; y que fue perdiendo vigor a medida que el viaje se desarrolló.
Entonces habrá un hoy futuro en donde esas expansiones sobreactuadas, ahora más narradas que vividas, están ya en el dominio de la conciencia (memoria) que espantada de sí misma, se había refugiado en el placebo de turno: drogas inorgánicas, alcohol, drogas orgánicas o Dios. En la elección no más que un estilo.

(2)

Como las olas que llegan a la playa durante un atardecer invernal, o como un cortinado teatral que se descorre hacia un fondo negro, a la vez que las luces de la sala decrecen lentamente.
Como la actitud exasperada y vacía de los personajes escasos en el tren, cuando llega al final del recorrido sin multitudes que lo aguarden.
Como el negro aterrador en los huecos de los esqueletos de edificios en construcción; la última galletita del paquete, el último cigarrillo de la noche, o como el convencional e inevitable artificio en toda despedida muy efusiva.
También como las tarjetas de subte de una sola vez, o los preservativos o los jaboncitos de hotel... por lo fugaz; el filo del amor que siempre termina (y cada vez lo hace sobre la anterior) se hunde y desgarra la carne humana concediéndole desiertos de ventaja a la conciencia cobarde, que pregona la vida sin pasión.

(3)

El grupo social que circunda al ser lo determina siendo determinado por él. Lo común, tan desdeñado en la subida, nos da consuelo en la bajada. Entonces el solterón, la figura del sujeto cuyas pretensiones de engendrar a la especie han sido acalladas, elige su mejor par de zapatos (aquellos que menos digan sobre él) y marcha hacia alguno de esos lugares a los que la no-casualidad de su búsqueda lo dirige. Otros sujetos de silencios similares lo circundan sin curiosidad ni espanto. El recién llegado corre con desventaja. No conoce de qué manera se tolera la condición por aquí. Las razones sobran en estas vinculaciones, a ninguno le interesa saber la dosis exacta de cinismo que necesitó beber para volver a dormir, cada noche. Ni el ridículo camino (y siempre es ridículo porque no es propio) que hizo la desdicha en él, desde la superficie visual de una novedad, hasta el limbo de la memoria. El orgullo de nadie esta a salvo si todo el tiempo se explican las cosas.
Es que esas inteligencias vacantes de propósito no especulan demasiado, y bien que hacen. Ajada en mil pedazos quedaría la nube de la sensibilidad humana, si a cada minuto concientizáramos a nuestro corazón de sus desdichas. Entonces como los cónyuges que silencian su desamor en nombre del orden, el recién llegado al cogollo de tristes se olisquea mas a sí mismo que a los demás. Ya le hicieron sentir (como en la cárcel) que lo peor es la bienvenida.

más tristerías

(4)

El silencio del crepúsculo no augura, ni promete. Que haga mas calor es tanta metáfora de las cosas como el temporal más refrescante. La nada vacante de sentidos se impone. Desesperado me afano buscando un montículo, una saliente, cualquier forma elevada en tanto desierto. Es que nadie avisó como serían las cosas ahora que se abrió la tierra y los demonios se desparraman entre nosotros.
Es decir; ahora que ya todos conocen la novedad, y los vecinos marchan en procesión a honrar con flores el agujero bíblico, y los noteros de la tele, pluralistas y sensibles, corren detrás de los zombis gruñones y sanguinolentos buscando respuestas en ese lenguaje de ultratumba; ahora que todo esto ya está pasando, hasta el secreto más temible ha sido velado. Y no quedan entonces más justificaciones para la falsa valentía de patearle la pipa al barba, allí en la cabecera del sofá. Ni reproche sensato, sobre la cuestión de cargar con mi nube olorosa. El mi, la nube, y su condición olorosa. Todas premisas que no concluyen. Sucesivas medidas del whisky que no se toma con vaso. Almohadones nuevos cayendo cada noche hasta la alfombra, muertos de envidia de la vieja almohada, siempre preferida.

(5)

Las hormigas que se desesperan los días de lluvia pierden el rumbo del sendero. Entonces la que grita Dios mas fuerte es la primera en equivocarse. Desde entonces - yo sentencio - ya no dejará de hacerlo.
Nuestros jueces de poco pito se incomodan cuando hablo de su piel. Es que las canciones tristes son mejor compañía (creo que lo sabía desde el cuchillazo anterior) que cualquier redimido.
No hablar mejora la ruta interna de la tristeza; las voces se superponen, los recuerdos se vacían y vuelven a llenar de imágenes acomodaticias. La conciencia va abandonando el caparazón y se busca un nuevo cobijo entre los escombros. El derrumbe es cuantificable, la reconstrucción se inicia.
En cambio al hablar se abre la catarata incontenible. Cualquier espejo tiene pelos y hasta la propia voz resulta irreconocible, si… irreconocible. Como si viéramos desde adentro como algún otro, mas mezquino y nervioso de lo que jamás seríamos ocupara nuestro cuerpo.
También creo que así, hablando; la evocación también duele, pero por lo precisa.
Luego otro tendrá que contar lo autista.

(6)

La miserable necesidad de saber cuanto respira el otro.
El arraigo en el amor de los desamorados es tan poco común que no hay figura posible. La retórica, que si tenía limites, se sabe incapaz ante algunos asuntos.
Lo que empezó como un mar de infortunio concluye de la misma manera. La tristeza no se tolera, se gusta de ella.
Y aquella isla de ilusión que es lo que vendrá en definitiva no surge de otra cosa que no sea del propio fluir, ahí mismo, en la sangre. Aunque ella en el mejor de los casos, no sea mas que un río.